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Durante años, el metam sodio se ha utilizado como una herramienta eficaz para reducir la presión de patógenos del suelo. Su acción rápida y su amplio espectro lo convirtieron en una opción recurrente en muchos sistemas intensivos que buscaban mantener la sanidad de la raíz antes de la plantación.

Pero lo que ocurre en el subsuelo, lejos de la vista y más allá de la campaña, merece una atención más profunda. Porque en muchos casos, el remedio empieza a convertirse en parte del problema.

 

El proceso invisible: la sodificación del suelo

El metam sodio, al degradarse, libera iones de sodio (Na⁺).

Estos iones, muy activos electroquímicamente, se adsorben sobre las partículas de arcilla y la materia orgánica, desplazando cationes bivalentes esenciales como el calcio (Ca²⁺) y el magnesio (Mg²⁺).

Esa sustitución altera el complejo de cambio catiónico (CEC) y, con él, la estabilidad estructural del suelo.

Con el tiempo, los agregados pierden cohesión, la porosidad disminuye y el agua deja de circular de forma uniforme.

El resultado es un proceso de sodificación progresivo, en el que el suelo pasa de ser un medio vivo y aireado a un entorno compacto y anaerobio.

En los primeros años los síntomas son sutiles: ligera pérdida de infiltración, zonas con encharcamiento, raíces menos vigorosas.

Pero cuando la conductividad eléctrica (CE) comienza a aumentar y el pH se desplaza, ya se ha perdido parte de la funcionalidad biológica.

A partir de ahí, los microorganismos beneficiosos —tricodermas, micorrizas, rizobacterias— retroceden ante un entorno hostil, mientras ciertos hongos oportunistas encuentran mejores condiciones para prosperar.

 

 

De controlar a equilibrar: un cambio de paradigma

Durante décadas, el enfoque fitosanitario se basó en eliminar el patógeno.

Hoy sabemos que la resiliencia del sistema radicular depende más del equilibrio biológico del suelo que de su esterilidad.

En ese contexto, surgen herramientas como el quitosano, un polímero natural que actúa de manera muy distinta al metam sodio.

En lugar de destruir, estimula.

En lugar de eliminar microorganismos, favorece la organización de comunidades beneficiosas que ocupan los mismos nichos ecológicos que los patógenos, limitando su expansión por competencia y exclusión natural.

El quitosano, además, mejora la estructura física del suelo.

Promueve la formación de microagregados estables, incrementa la capacidad de aireación y mantiene una humedad útil que favorece la actividad microbiana.

Y desde la planta, induce la respuesta sistémica adquirida (SAR), reforzando los mecanismos naturales de defensa.

La diferencia no es solo química, sino conceptual:

  • El metam sodio rompe los equilibrios para controlar.
  • El quitosano reconstruye los equilibrios para prevenir.

 

El coste técnico de mirar solo la campaña

La pérdida de estructura y el aumento de salinidad no aparecen de golpe, sino como una erosión silenciosa de la capacidad productiva.

Cada año, el suelo se compacta un poco más, el drenaje se reduce, y la fertilización debe compensar lo que el suelo ya no ofrece por sí mismo.

Este ciclo de dependencia genera suelos frágiles y caros de mantener: más insumos, más correcciones, más incertidumbre.

Romperlo exige volver a mirar el suelo como un sistema vivo, no como un simple soporte físico para el cultivo.

El enfoque regenerativo no es una tendencia; es la respuesta técnica a un problema que ya está ocurriendo.

Porque un suelo degradado por sodificación no solo pierde estructura: pierde capacidad de producir con estabilidad.

Y recuperar esa capacidad —desde la biología, la química y la física del suelo— es, probablemente, el mayor reto técnico de la agricultura moderna.