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España, mayor exportador agroalimentario… ¿pero tenemos soberanía alimentaria?

España es una potencia indiscutible en el sector agroalimentario europeo. Lideramos la exportación de aceite de oliva, frutas, hortalizas y vino; y nuestro porcino inunda los mercados internacionales. En 2024, las exportaciones del campo español alcanzaron los 75.000 millones de euros, frente a unas importaciones de 55.800 millones. El saldo fue récord: más de 19.200 millones de euros positivos. Un auténtico motor de la balanza comercial nacional.

Pero esta fotografía brillante esconde otra cara menos conocida. Porque exportar mucho no significa necesariamente ser soberanos en lo alimentario. Y es aquí donde surge la pregunta incómoda: ¿puede un país que alimenta a media Europa garantizar su propio abastecimiento justo, sostenible y resiliente?

Soberanía vs. seguridad alimentaria

Conviene empezar aclarando conceptos. La seguridad alimentaria, según la FAO, se centra en que todas las personas tengan acceso físico y económico a alimentos suficientes, seguros y nutritivos. En España, esta condición se cumple de forma generalizada.

La soberanía alimentaria, en cambio, da un paso más. Se trata de que los pueblos y los países tengan el derecho a decidir su propio sistema alimentario: qué se produce, cómo se produce y bajo qué condiciones sociales y ambientales. La formuló La Vía Campesina en los años 90 y fue asumida en la Declaración de Nyéléni (2007). Mientras la seguridad responde al “tener comida”, la soberanía añade el “tener control” sobre el sistema.

La paradoja española

España es una potencia agroalimentaria, sí. Pero también depende del exterior en aspectos críticos. Importamos soja y cereales para alimentar a nuestro enorme censo ganadero, y esta dependencia nos hace vulnerables a crisis internacionales como la guerra en Ucrania o los cuellos de botella logísticos en el Canal de Suez.

A ello se suma un estrés hídrico creciente: el 23% de nuestra superficie cultivada es de regadío, pero de ella depende casi el 65% del valor de la producción vegetal. Y aunque más del 80% de estos regadíos son ya eficientes, el agua sigue siendo el factor limitante más serio de nuestro modelo productivo.

El factor humano tampoco juega a favor. España cuenta con unas 915.000 explotaciones agrarias, pero la mayoría están en manos de titulares mayores de 55 años. El relevo generacional no llega con la suficiente fuerza y la falta de acceso a tierra y crédito dificulta la entrada de jóvenes agricultores.

El poder de la distribución

Si hay un actor que condiciona profundamente la soberanía alimentaria en España, ese es la gran distribución. En nuestro país, entre el 70% y el 75% de los alimentos se venden en supermercados e hipermercados. Y ese canal está fuertemente concentrado: solo Mercadona controla el 26,6% de cuota de mercado, lo que significa que uno de cada cuatro euros que los españoles gastan en alimentación pasa por sus cajas. Le siguen Carrefour, Lidl y Dia, aunque con cuotas bastante menores.

Este nivel de concentración tiene varias consecuencias. La primera es el poder de negociación: las cadenas deciden qué productos entran o salen de los lineales, imponen plazos de pago, márgenes comerciales y condiciones de logística. Para un productor o una cooperativa, quedar fuera de un gran distribuidor puede equivaler a perder acceso directo a millones de consumidores.

La segunda consecuencia es la presión sobre precios en origen. Aunque la Ley de la Cadena Alimentaria prohíbe vender por debajo de costes, lo cierto es que los agricultores denuncian que, en la práctica, siguen viéndose obligados a aceptar precios ajustados para poder colocar su producción. Esto es especialmente evidente en productos frescos y perecederos, donde el margen de negociación del productor es mínimo.

Además, las cadenas tienen capacidad para marcar tendencias de consumo. Con sus marcas blancas, que en algunos supermercados suponen más del 40% de las ventas, pueden decidir qué formatos, calidades o incluso variedades llegan al consumidor. Así, el criterio del distribuidor pesa más que el del propio agricultor a la hora de orientar el mercado.

En términos de soberanía, esta concentración plantea un dilema. Por un lado, garantiza eficiencia logística, precios relativamente bajos y abastecimiento regular en todo el territorio. Por otro, genera una enorme dependencia de un puñado de empresas privadas que operan con lógica de mercado y no con objetivos de política alimentaria. El resultado es una cadena desequilibrada, donde quien produce asume riesgos pero quien distribuye captura gran parte del poder.

Modelos de producción y tensiones internas

El paisaje agrario español es un mosaico de contrastes. Convivimos con un modelo extensivo de secano —cereales, olivar, ganadería en pastoreo— y con un modelo intensivo de regadío —invernaderos en Almería y Murcia, porcino integrado, horticultura de exportación—. Ambos generan riqueza, empleo y presencia en mercados internacionales, pero también arrastran tensiones sociales, ambientales y territoriales.

La agricultura ecológica es uno de los sectores que más crece en superficie. Con más de 2,7 millones de hectáreas certificadas, España lidera el ranking europeo. Sin embargo, existe una paradoja: la mayor parte de esa producción acaba en los mercados del norte de Europa. Allí el consumidor tiene un mayor poder adquisitivo y una cultura de compra más consolidada en torno a lo “bio”. En cambio, para muchas familias españolas los productos ecológicos siguen siendo percibidos como caros, fuera de su alcance cotidiano.

Esto provoca una situación llamativa: producimos ecológico a gran escala, pero no lo consumimos en la misma proporción. Exportamos la sostenibilidad y mantenemos en casa un consumo más centrado en precio que en criterios ambientales o sociales. La consecuencia es que la agricultura ecológica en España depende más de la demanda externa que de la interna, lo que reduce su papel como herramienta de soberanía real.

Un marco regulatorio denso y contradictorio

El marco normativo que regula la cadena es cada vez más complejo. La Estrategia Nacional de Alimentación (ENA), aprobada en 2025, busca integrar salud, sostenibilidad y autonomía estratégica en la política alimentaria. La PAC 2023–2027 introduce ecorregímenes y mayor condicionalidad ambiental, aunque los agricultores denuncian que la burocracia sigue absorbiendo demasiado tiempo y recursos.

La Ley de la Cadena Alimentaria, reformada en 2021, prohíbe vender por debajo de costes de producción y obliga a contratos escritos, una medida celebrada pero cuya eficacia depende del control real que ejerza la AICA.

En paralelo, nuevas normativas europeas condicionan nuestro futuro: el Reglamento contra la deforestación (EUDR) exigirá a partir de finales de 2025 trazabilidad y geolocalización en materias primas como soja, café o cacao. Y el acuerdo comercial con Mercosur, en proceso de ratificación, despierta recelos por el riesgo de inundar el mercado europeo con productos más baratos y con estándares ambientales y sociales más laxos.

Lo que solemos olvidar

Cuando se habla de soberanía alimentaria, el foco suele estar en la producción. Pero hay otras dimensiones igual de relevantes que rara vez entran en la discusión pública.

Los consumidores son actores centrales. El abandono progresivo de la dieta mediterránea y el aumento del consumo de ultraprocesados no solo tiene consecuencias en la salud pública, sino que debilita los mercados locales de frutas, hortalizas, legumbres o aceite de oliva. Cada elección en el supermercado es, en última instancia, una decisión política.

El acceso a la tierra es otro ángulo crítico. Fondos de inversión y empresas energéticas están adquiriendo superficie agraria a gran escala, muchas veces para usos no alimentarios como parques fotovoltaicos. Mientras tanto, los jóvenes que quieren incorporarse al campo se encuentran con precios prohibitivos de compra y alquiler.

La cuestión laboral es igualmente ineludible. Buena parte de nuestra agricultura intensiva depende de trabajadores migrantes en campañas temporales, a menudo en condiciones precarias de salario y vivienda. No hay soberanía alimentaria si quienes recogen los frutos no tienen garantizados derechos básicos.

Tampoco podemos obviar la dimensión tecnológica. La digitalización —con sensores, big data e inteligencia artificial— promete eficiencia en agua e insumos, pero también abre una puerta a nuevas dependencias: software propietario, maquinaria de multinacionales, datos controlados por terceros. La pregunta es si estas herramientas refuerzan nuestra soberanía o generan otra forma de dependencia.

Y finalmente, la financiación y los seguros agrarios. Con el cambio climático aumentando la frecuencia de sequías, heladas y DANAs, el sistema de seguros subvencionados se convierte en pilar de estabilidad. Pero su coste creciente y la dificultad de acceso a crédito frenan la capacidad de adaptación de muchas explotaciones.

Hacia dónde caminar

La soberanía alimentaria en España no puede darse por sentada. Necesita apoyarse en varias palancas: precios justos y contratos estables que dignifiquen al agricultor, un plan nacional de proteínas vegetales que reduzca nuestra dependencia de soja importada, inversiones decididas en agua y energía renovable para regadíos, y una política pública de compra que priorice producto local y sostenible en escuelas, hospitales y residencias.

Pero también exige mirar más allá de lo estrictamente productivo. Un campo con relevo generacional, trabajadores con derechos reconocidos, consumidores informados y exigentes, y un sistema financiero que respalde la transición hacia modelos más resilientes.

Conclusión

España es, sin duda, un gigante exportador agroalimentario. Pero el hecho de ser líderes en ventas al exterior no equivale automáticamente a ser soberanos. Exportar mucho no basta si seguimos dependiendo de soja extranjera, si la tierra se concentra en manos de fondos, si los jóvenes no pueden incorporarse al campo o si los trabajadores temporeros no tienen condiciones dignas.

La verdadera soberanía alimentaria llegará cuando seamos capaces de equilibrar productividad con justicia social, competitividad internacional con sostenibilidad ambiental y exportación con abastecimiento interno. Solo entonces podremos afirmar con orgullo que el país que alimenta a Europa también es capaz de alimentarse a sí mismo, con justicia y futuro.